Qué satisfacción me ha dado el saberme capaz de cambiar mis hábitos de consumo para mi bienestar y sentirme tan bien sabiéndome dueña de mi libertad.
Me gustan el té y la mezclilla. Me gustan, no solo por su utilidad innegable, sus beneficios y bajo costo sino por lo que representan: una forma de acercar a los seres humanos en la sencillez, la frugalidad, la homogeneidad.
En la infancia, tomar infusiones de manzanilla, obedecía a algún malestar o afección. Un tecito era una cura casera siempre disponible para vencer alguna inflamación, pesadez, tos, insomnio, en fin, una manzanilla, bugambilia con orégano, tila, hierbabuena, o azahar.
Lo mismo hacían los chinos: tomaban té como medicina y no fue sino desde el siglo VIII que lo empezaron a beber como una distracción elegante.
En el siglo XV los japoneses hicieron del Té, una religión: el Teísmo. El teísmo es un culto para adorar lo bello, de entre la vulgaridad cotidiana. Es, a partir de la magia de la sencillez y la frugalidad, hacer un himno a la pureza y la armonía de una reunión social o familiar imperfecta pero purificadora.
La ceremonia del té deja patente que el bienestar está en lo simple y económico no en
lo complejo ni en el despilfarro, en lo saludable e higiénico, no en el exceso de la gula. Pero por sobre todas las cosas, enaltece una verdadera democracia y fraternidad entre los seres humanos y paradójicamente, una aristocracia basada en el buen gusto de lo sencillo y natural.
Más tarde me alejé por muchos años del té y las infusiones al tiempo que me alejaba de la mezclilla tan inapropiada para profesionistas que atienden juntas, reuniones con Ejecutivos, autoridades, y colegas exitosos. La mezclilla hace 40 años, dividía a los humanos según su condición social. Hoy no es así.
Con el tiempo los trajes de casimir, y accesorios indispensables empezaron a pesarme tanto como la deshidratación que me provocaba el café así como la molestia de cobrar conciencia a mi alrededor de que el otrora simple, austero y reconfortante café de casa o cafetería se había convertido con rapidez sorprendente en factor importante de auto estima, status, aceptación social, que divide, no acerca pues pocos pueden pagar $40 y más por un café cremoso.
De pronto el café, aún en nuestro país de tradición cafetalera, se volvió en un signo dea aristocracia, pero no al modo japonés, el aristos de la sencillez que une, sino en el aristos del status que da excluir a los que no pueden comprar un café de $40. Cada uno decide su bebida, sus preferencias, solo los exhorto a que lo hagan en libertad y conciencia.
Volví al té. Los antioxidantes del té verde, el aroma seductor de una infusión de guayaba con canela, o de una menta que cultivo en una maceta que riego cada tres días y que compré por $8, junto con sendos vasos de agua simple que bendigo cada día y que me han devuelto la energía, hidratación y funcionalidad que había perdido con lácteos, cafeína y azúcares, son un regalo de la naturaleza, de mi conciencia y amor por lo simple. Me acompañan a donde quiera que voy, pero lo que más aprecio es lo que ninguna franquicia te puede vender, que los japoneses supieron atesorar, y que yo, de entre el mitote –en el sentido tolteca- urbano en el que vivimos sin parar, pude encontrar: el tiempo para disfrutar, sentada y en compañía, una taza de té, simple y llana, casera y con una elegancia y humildad que, verdaderamente creo, ennoblece, pues eleva la conciencia de lo que es la esencia del ser humano: amor y libertad.
También volví a la mezclilla que encuentro ahora cómoda, versátil, linda por simple y que me acerca a los demás: a los jóvenes para los que no hay otro material posible para hacer pantalones; al trabajador de la urbe y del campo, a hombres y mujeres por igual, pues la mezclilla es mezclilla, sea de tianguis o de diseñador.
Y con mezclillas y té en mano y el sol detrás, me río de los que hubiesen querido programarme y lo siguen intentando por todos los medios (hasta el cascarón del huevo será ya un medio para publicitar marcas) para que desee comprar lo que ellos quieren que compre, para que necesite a diario lo que hasta ahora no he necesitado, para que mi autoestima, dignidad y felicidad dependan de desear consumir una y otra vez.
Y yo les digo consuman lo que ustedes decidan, lo que los acerque a niveles superiores de humanidad, ejerzan su libertad a cada momento. No sean vasallos ni tiranos, no sobajen ni se sometan. Busquen su esencia que no está en consumir para ser.
Sean amos y señores, amas y señoras, no títeres ni emuladores. Emular lo que hacen otros para ser aceptados en sociedad no los hará más felices ni más respetables. Es una falsa y esclavizante ilusión pues el truco del consumismo está en jamás satisfacer necesidades, sino crear nuevas, todos los días, de modo que es una banda sin fin, una trampa en movimiento, que desafortunadamente solo descubrimos y esquivamos con la madurez y la introspección, la conciencia, con la búsqueda de la esencia de nosotros mismos, de nuestra felicidad, de nuestra razón de existir aquí y ahora.