Miércoles 24 de noviembre de 2010 | Se cumplió el plazo. Es el momento de la definición perdurable.
A unas semanas de que concluya el complicado 2010, año de encrucijadas y reflexiones, quedan pendientes temas que, sin duda alguna, definirán los contornos de nuestro futuro como nación realmente libre y soberana.
Entre todos ellos, quizá el que acuse mayor relevancia será el advenimiento de una ley reglamentaria que por fin establezca las acciones colectivas en nuestro quehacer cotidiano.
Esto sucede después de que las dos cámaras finalmente votaron a favor y por unanimidad una enmienda constitucional al artículo 17, apenas en junio pasado.
La acción colectiva es un derecho económico, social y cultural que el Estado mexicano se ha comprometido a fortalecer mediante tratados internacionales.
Faculta a grupos que sufren afectaciones o abusos en distintos ámbitos, para que éstos recurran, sin mediación alguna, a las instancias impartidoras de justicia.
En caso de prevalecer, se legitima ante la ley el grupo conformado por decenas, cientos, miles o millones de personas, mediante sentencias que beneficien a todos y cada uno de sus integrantes.
Constituye la mejor manera de consolidar una cultura de servicio y exigibilidad, con contrapesos y sanciones para proveedores o autoridades que no entiendan el verdadero alcance de estos cambios.
Una emancipación, en todos los sentidos del término.
Nuestra propuesta, surgida de la sociedad civil en 2007, hoy está a un paso de hacerse realidad gracias al apoyo de legisladores clave, e innumerables personas y organismos no gubernamentales.
Nuestro único enfoque: que prospere una causa que nivelará relaciones muy sesgadas a favor de intereses de corto plazo entre proveedores sin escrúpulos y usuarios, o gobiernos y sus gobernados.
Más allá de coyunturas y diferencias políticas, siguen sumándose aliados en universidades, medios, redes sociales, partidos, agrupaciones municipales o estatales y diferentes niveles de la administración pública.
Pudieron vencerse resistencias aisladas que habrían ocasionado un posible naufragio del proceso, gracias al entendimiento generalizado de que la calidad de nuestras instituciones (así como la de los bienes y servicios) incrementará sustancialmente cuando podamos utilizar este mecanismo colectivo de defensa y rendición de cuentas.
Se abre un capítulo nuevo en nuestra historia a favor de grupos vulnerables.
Se le da cauce institucional a las energías de una sociedad indispuesta a cumplir funciones meramente testimoniales.
Las acciones colectivas garantizan la inclusión activa en políticas públicas que a todos nos competen.
Se ha cabildeado su aprobación en todo el país, y como se debe: con transparencia, desde la ciudadanía deseosa de ejercer sus derechos en temas que la afectan más allá de consideraciones individuales.
Sin dedicatoria específica, y sólo para limitar excesos de proveedores y malas decisiones de gobiernos ensimismados.
Para reivindicar al consumo responsable, el medio ambiente, la competencia económica u otras esferas anquilosadas, pero susceptibles a cambios que favorezcan al interés público y la responsabilidad bien entendida.
Estas valiosas herramientas sociales se han incorporado a los sistemas jurídicos de naciones en el continente americano, Europa, África, Asia y Oceanía, con grandes resultados.
Países como el nuestro, donde las carencias irresueltas requieren de la levadura social que hace falta y que garantice mejores posibilidades de solucionar problemas ancestrales desde la participación más amplia y abierta, garantías que no podrán desdeñar malas empresas y autoridades, actualmente blindadas por inercia, captura regulatoria o debilidad institucional.
El proyecto de acciones colectivas empezó como propuesta académica, y fue permeando en la conciencia de una opinión pública cada vez más exigente.
No hay algo tan poderoso como las ideas justas, que deben ponerse en práctica.
Nuestros senadores y diputados tienen, ahora mismo, la palabra.
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